domingo, 5 de junio de 2011

Cuento-Protesta ante la exclusión y culpabilización de los hombres en la lucha por la igualdad de sexos

LA VERDADERA HISTORIA DEL “PRÍNCIPE DE […]”
Por Israel Barranco Flores
El Príncipe de Cenicienta se crió en Palacio, siguiendo las Estrictas Normas de Palacio. Nunca le gustó montar a caballo, y sin embargo, aprendió a montar antes que a caminar, casi, porque se consideraba que era signo de virilidad.
Nunca le gustó el papel que se le dio en el cuento: aparecía sólo al final. Siempre le pareció injusto aparecer al final del cuento. Igual que el de Blancanieves: sólo aparece para darle el beso y llevársela al castillo. Por cierto, el de Blancanieves también se llamaba Príncipe. Al principio se confundían los dos cuando coincidían en una cacería, pero después empezaron a llamarlos “Príncipe de Cenicienta” y “Príncipe de Blancanieves” para diferenciarlos. Entonces se hartaron de ser “el Príncipe de…”, porque no eran objetos, ni caballos que pertenecieran a nadie. Siempre se sintieron infravalorados, porque sólo se los convocaba cuando tenían que salvar a alguna princesa, nunca por valor propio. Siempre eran ellas las que estaban en el punto de mira: en la boda, todos dijeron que la princesa estaba guapísima, o que “Cenicienta fue muy feliz y comió perdiz”. Pero ¿y ellos qué? Además, sus  cuentos siempre empezaban con “Érase una vez, en un país muy lejano…  –hasta ahí bien después venía eso de –Vivía una joven” ¡Siempre eran ellas las que empezaban la historia!

El caso es que el Príncipe de Cenicienta se crió tal como se esperaba de él. Aprendió a leer y escribir. Siempre le encantó cantar y tocar el piano. A cantar sí aprendió (aunque le hubiese gustado tener “solos” en las canciones de los cuentos, pero siempre tenía alguna segunda voz, ya que los “solos” los hacía todos Cenicienta). A tocar el piano no aprendió: sus padres, el Rey y la Reina, dijeron que era poco propio para su sexo y no se lo consintieron. En lugar de eso tuvo que aprender a pelear con espada y con los puños (y eso que él siempre fue pacifista), a montar a caballo y a escalar torres.

Cuando cumplió los dieciocho, sus padres y toda la corte de Palacio empezaron a presionarlo para que se buscara una buena novia. Como si él no pudiese ser Rey sin una Reina. Resignado, tuvo que organizar aquella estúpida fiesta en la que buscar pretendientas. Le parecía injusto: él podría enamorarse de una chica por su inteligencia, por cómo bailaba o cantaba, o por lo guapa que era. Sin embargo, estaba seguro al cien por cien de que todas las chicas que iban al baile querían casarse con él por su título de Príncipe. Se sentía utilizado y poco valorado. Así que tuvo que soportar durante horas los cumplidos falsos de las chicas, y bailar con todas ellas, hasta que llegó Cenicienta. Entonces, su vida cambió. No porque se enamorara, ni porque sintiera mariposas en el estómago, sino porque pasó de llamarse “Príncipe” a secas, a llamarse “Príncipe de Cenicienta”. Bailó con ella: era guapa y bailaba bien, pero… no pudo hablar con ella. Ni saber si sabía jugar al ajedrez, o si era divertida o simpática. Sólo se le permitió ver su belleza. Para ello lo habían educado, siguiendo las Estrictas Normas de Palacio.

Después ella se fue corriendo. El Príncipe resopló, enfadado. Le había costado la misma vida acercarse a ella en la fiesta e invitarla a bailar, porque era muy tímido. Y, según las Estrictas Normas de Palacio, los chicos eran siempre los que se acercaban a ligar con las chicas, y nunca al revés (igual que eran los que pagaban el cine o los paseos en carroza, y los que las ayudaban a subir y a bajar del trono, y los que las rescataban del peligro). Y entonces le tocó a él ir a buscarla (naturalmente). Tuvo que apañárselas con el zapato que a ella se le cayó para ir buscándola, probándolo en los pies de todas las jovencitas. Aquello fue lo peor del cuento. Algunas princesas vivían en torres altísimas de más de quinientos escalones, por lo que se cansó muchísimo. Otras tenían la cansina costumbre de cantar y bailar todo el tiempo, por lo que apenas se estaban quietas, y él tenía que ir correteando detrás de ellas, zapato en ristre, para cazar sus piececillos y probarles el zapatito. A otras les olían los pies, o tenían las uñas sucias (porque los “peditos de princesa”, seguían siendo pedos y olían mal, por muy “princesas” que fuesen).

Y al final la encontró. Le probó el zapato y se dio cuenta de que era ella. Él siempre había soñado que se daba cuenta de que alguna chica era su amor verdadero porque aprendían a reírse juntos y de las mismas cosas, porque podía hablar durante horas y no se aburrían, porque le gustaban las mismas cosas que a él, porque tenían perspectivas de futuro parecidas… No por un zapato. El pie de Cenicienta fue lo que le indicó que tenía que casarse con ella, porque así lo decían las Estrictas Normas de Palacio.

Por lo menos lo suyo fue fácil. En las Estrictas Normas de Palacio del Castillo del Príncipe de la Bella Durmiente ponía que el heredero debía luchar contra un dragón y atravesar un bosque de espinos. El pobre Príncipe llevaba toda la vida entrenándose para poder encontrar a su Princesa, cuando a él lo que le gustaba era cocinar y escribir tratados de astronomía por las noches. O el de Blancanieves, que era muy inseguro, y debía despertar a su Princesa del veneno de la manzana con un solo beso de amor verdadero. ¿Y si no daba el beso como se suponía que debía de darlo? ¿Y si no daba la talla?

En fin… así es la verdadera historia del Príncipe de Cenicienta. La historia de un joven, que ni siquiera tiene nombre propio, y al que sólo se le da un papel secundario en su propio cuento.

MORALEJA: Tanto los Príncipes como las Princesas son esclavos del sistema (o lo que es lo mismo, de las Estrictas Normas de Palacio). Es tremendamente injusto que se culpe a los Príncipes de las esclavitudes de las Princesas, porque ellos también son esclavos (de otra forma diferente). Porque la igualdad nunca se consigue aumentando la distancia entre ambas partes: así lo que se hace es aumentar la brecha.
Y al final, ninguno de los dos son felices, por muchas perdices que coman…

jueves, 2 de junio de 2011

Seminario 5

Con respecto a la charla de la profesional de “Anclaje”, quiero reflexionar sobre dos ideas:
La primera es la importancia de que la drogadicción se entienda como una enfermedad en la medida en que crea dependencia. Parece una verdad de Perogrullo, pero no debe serlo tanto ya que hasta la Ley 4/97 del 9 de Julio no se incorpora al listado de acciones de los Servicios Sociales. Este es un hecho, a mi parecer, bastante importante. Además, cuando se reconoce el alcohol y el tabaco como drogas, se avanza de forma significativa. El inconveniente que tiene este reconocimiento es que nos ha conducido a una obsesión por la droga que nos ha llevado a angustiarnos con todo: el café es una droga, los medicamentos son drogas, el chocolate es una droga (el comestible, digo), todos son drogas. Todo lo que afecta a nuestro sistema nervioso central pasa a ser una droga. Esto parece rozar lo absurdo, si es que no lo roza ya. Las fresas con nata son una droga también ¿no? Y el pollo a la pimienta que hace mi madre para cenar también. Es positivo preocuparse por la salud, pero es absurdo obsesionarse con ella (en realidad es absurdo obsesionarse con cualquier cosa).
La segunda idea sobre la que quiero reflexionar es sobre la fórmula de trabajo que se sigue en Anclaje. Me llamó mucho la atención la reacción que se produce en el cerebro de la persona durante el proceso de drogadicción – desintoxicación: Cuando comienza la drogadicción, el cerebro se habitúa a funcionar de una forma determinada. Con la deshabituación, se eliminan esos patrones de funcionamiento y se sustituyen por otros. Sin embargo, no caen en el olvido, ya que si se produjera la recaída, aparecerían de nuevo.
Sin embargo, no voy ahí, sino al método que la ponente señaló como el más eficaz de todos: los grupos de autoayuda. Es curioso, porque normalmente es el ambiente el que conduce al individuo al consumo. Y es irónico que sea el ambiente (otro distinto, claro), el que ayude al consumidor a abandonar la adicción.
Estamos empezando a darnos cuenta de la importancia de los grupos, de las relaciones con los demás, de la identidad colectiva. Vivimos tan acostumbrados a estar solos en medio de las grandes mareas de gentes que son las ciudades, que se nos olvidó lo valioso que es usar a los otros y dejarse usar por ellos. Creo que ésa es la clave de los grupos de autoayuda. Y no deja de sorprenderme.

miércoles, 1 de junio de 2011

El mercado es así: si ves una camiseta que te gusta, vas y la compras. Si esa camiseta gusta a mucha gente, se fabricarán más camisetas, para que la gente las compre. Cuanto más se venda esa camiseta, más unidades se fabricarán. Es la ley de la oferta y la demanda. Y lo mismo pasa con las casas, con los modelos de coches, con los viajes, con las piscinas o con los cojines de Ikea. Y lo mismo pasa con el tráfico humano.
La trata de personas no se daría si no hubiera personas que pagaran por ello. No sería el tercer negocio más productivo en el mundo (después de las drogas y las armas) si no se pagara por ello. Ahí es donde yo me planteo hasta qué punto está enferma la sociedad. ¿Hasta dónde hemos llegado? Y lo peor: ¿Hasta dónde seremos capaces de llegar?
Inhumano. Es la palabra que me vino a la cabeza cuando salí de la charla de Jill. No puedo explicarme cómo hay gente capaz de hacer esas cosas. Porque los traficantes tendrán madres, esposas, hermanas. Hijas. Tendrán hijas jóvenes, inocentes. Igual que sus víctimas.
Pienso que deberíamos plantear intervenciones con ellos. Igual que planteamos intervenciones con los maltratadores. Porque ninguna mente sana es capaz de idear algo así. Que se den actos dementes de este calibre es un síntoma más de lo enfermizo del capitalismo, de la globalización. Y es signo de que aún queda mucho trabajo por hacer. Muchos males que curar. Tal vez demasiados.



 Fragmento de "Inocentes", una miniserie que emitió Telecinco 
en la que tres adolescentes son raptadas con fines de 
explotación sexual.

Trastorno de Espectro Autista

Ser autista no es ninguna elección. No es “que el niño sea tímido”, ni que “no quiera relacionarse con los demás”. Tampoco creo que tengan otra forma de entender las relaciones, ni otra forma de entender el mundo.
Es que, cuando un niño es autista, carece de determinadas habilidades para la comunicación y para las relaciones con el mundo exterior. Ojo, porque si afirmamos que el autismo es una carencia educativa, la responsabilidad, la “culpa” de ello asumimos que la tienen los que han educado al niño, que normalmente son los padres. Y tampoco creo que esto sea así.
Las principales dificultades de las personas que sufren este trastorno las agruparía en dos grupos: los procesos de comunicación y la capacidad de percepción.
Con respecto a los procesos de comunicación, el lenguaje (base de la comunicación que usamos en nuestra sociedad) falla, en parte debido a dificultades que puede sufrir su capacidad de memoria. Además, las relaciones sociales se ven afectadas de pleno: si el lenguaje es lo que nos pone en contacto con los demás, y éste falla… Las relaciones se ven truncadas por la falta de conexión que existe entre el pensamiento o el sentimiento y la forma de expresar el mismo a través del lenguaje.
Por otro lado, la incapacidad de percepción o la forma en que ésta se produce, se traduce en déficits de atención.
No se encuentra explicación a lo que “falla” en las personas que sufren autismo porque tal vez no sea algo físico, ni algo observable en al cerebro ni en el cuerpo en general. Igual que no puede dictaminarse que el cerebro esté dañado en las personas que se intentan suicidar, ni en las personas que ejercen o reciben maltrato, ni en los trastornos de bipolaridad. El ser humano es más de lo que se ve, de lo que es medible. Tal vez esté llegando el momento de aceptarlo.

jueves, 19 de mayo de 2011

Adicción a las Nuevas Tecnologías. El Fenómeno BlackBerry

El mundo ha cambiado. Ha cambiado, y sigue haciéndolo. Y a pasos agigantados.
Recuerdo el primer móvil que apareció en mi casa: era un ladrillo con antena. Y hoy, “si no tienes un IPhone, pues no tienes un IPhone”. Móviles delgados como folios, sin teclas, que además son brújulas, GPS, cámaras de foto y de vídeo, grabadoras, reproductores de música, linternas, libros, videojuegos… La sociedad ha ido perfeccionando la construcción de aparatos digitales de todos los tipos, usos y colores. Y esto está empezando a ser un problema.
Creo que el cambio es bueno, y que la evolución es siempre evolución y nunca involución. Sin embargo, cuando una situación, o una estructura de funcionamiento social muta, da lugar a otra que trae consigo nuevas oportunidades y nuevas amenazas. Nuevas cosas positivas y nuevas cosas negativas.
Y esto es lo que está pasando con las Nuevas Tecnologías. Pongamos el ejemplo de lo que yo llamo “El fenómeno BlackBerry”. Últimamente entre los adolescentes se ha puesto de moda llevar colgando del cuello, cual collar estrafalario, una BlackBerry, en su funda de color chillón. Dicho móvil ofrece la aplicación del chat perenne, es decir, de estar constantemente conectado a un chat en el que se puede hablar con los amigos. Y es gratis (quiero decir, que entra en le tarifa de internet básica contratada).
¿Por qué la BlackBerry, y no un IPhone o cualquier otro modelo de teléfono que también tenga chat? Pues porque es barata (más que un IPhone), por lo que está al alcance de los adolescentes, sin sueldo propio. Porque tiene un teclado completo, lo que facilita la escritura rápida (los adolescentes ya tienen mecanizadas las teclas del ordenador debido al uso del MSN y del chat de Tuenti), y, simplemente, porque se ha puesto de moda. “Es guay tener una BlackBerry”.
Paralelamente, aparece el riesgo. Las oportunidades las descubren los adolescentes solitos. Los riesgos (un enganche al móvil tan grande que dificulta las relaciones cara a cara, y que entorpece el estudio del adolescente mezclando el tiempo de estudio con el tiempo de ocio de forma constante), deben verlos los adultos. Y los padres y madres de dichos adolescentes pertenecen al otro lado de la brecha digital: son inmigrantes digitales. Por ello, no tienen ni conocimiento, ni control, ni información (no todos, por supuesto), para captar esos riesgos y prevenirlos.
Y ahí está el problema. No en las Nuevas Tecnologías en sí mismas. Sino, como dije en clase, en que, igual que se da la charla de sexo, la charla de los estudios y la de los amigos a los hijos adolescentes, debe empezar a darse la de Internet y demás. Y quienes deben darlas, la mayoría de las veces, no tienen herramientas para hacerlo. Son usuarios de segunda clase, y sus hijos les dan tres mil vueltas en el uso de las mismas NT. Y así es complicado educar.

martes, 10 de mayo de 2011

Políticas e intransigencias.

Hoy hemos tenido una mesa redonda en Política Social, en la que se nos ha ofrecido la oportunidad de escuchar el discurso político de diferentes partidos: Partido Andalucista, Los Verdes, PP, PSOE, e Izquierda Unida: un poco de cada color.
Debo decir que no tenía mucha idea de qué tendencia era el PA, e iba dispuesto a averiguarlo con su pequeño mitin. Pero he aquí mi sorpresa cuando, por más que me esfuerzo, no veo tintes politizados en su discurso. Habla como un catedrático, de la incertidumbre y del futuro de los jóvenes. Después le va tocando el turno a los demás partidos. La de los Verdes, con un programa muy… verde. Utópico, dicen. Pero con más coherencia que muchos otros. Me gustó su sencillez y su forma de plantearse las ciudades.
Y llega el PP. Me sorprende. Nunca había escuchado un discurso más racional y coherente. Juan García Camacho, se llama. Resulta que este hombre es un activista por activa y por pasiva en una ONG que ayuda a personas discapacitadas. Lo dice alto, sin complejos, sentado en su silla de ruedas. Y su ONG ha trabajado de maravilla con el candidato que va a presentarse a las elecciones de Sevilla. Y en un momento dado, se le ofrece la posibilidad de militar en el partido y él acepta. “Con nosotros trabajaban muy bien. Creo que no hacían las cosas mal, y tienen propuestas interesantes”, afirma Juan García mientras se encoge de hombros y sonríe. Con valentía. Una persona que trabaja por un fin noble, y que encuentra un lugar en el que se siente acompañado en esa lucha. Nunca había visto una cara tan humana de un político.
Y ahora llega el turno de las preguntas. Una persona de la sala, mayor, entendido, se levanta y lanza dos preguntas de esas que dices “guantazos sin manos” al representante del PP. El hombre contesta. Se levanta otro. En este caso una alumna. Más preguntas rebuscadas, con mala idea. A todo esto, la representante de Izquierda Unida lo ataca. Al cuello. Me miro con mi compañero de asiento y nos reímos. Esto está empezando a parecerse a una reunión de Diputados, más que a un intercambio de ideas políticas sobre “Qué bienestar social queremos para Sevilla”.
Entonces, el momento cumbre. El representante del PP presenta un plan de organización del transporte en el centro de Sevilla (inaccesible para todos los que no caminen: nada de coches, nada de bicis hasta las 10.30…). Algo coherente, lógico.
Y una imbécil* de la fila de delante le suelta: “Pues vas en bici”. Olé. Una trabajadora social de narices. Juan García tartamudea, sorprendido, y responde con un tímido “Es que no puedo”. Y la imbécil se ríe con las amigas, con las que lleva rumiando toda la hora comentarios despectivos del PP.
(* Aclaro que utilizo el término imbécil en su sentido más completo: in-baculus, del latín, persona que necesita de un bastón para caminar, que acaba construyéndose como imbécil, persona que necesita un bastón mental para que su funcionamiento cerebral alcance el nivel mínimo).
Sentí vergüenza. Siempre me identifiqué más con la mentalidad de izquierda por eso de los valores sociales y demás. Sin embargo, ayer sentí vergüenza. Vergüenza porque los intransigentes, los que no respetaban nada que no fuera propio fueron los de izquierdas. Pidieron el voto para su partido, cuando el PP no lo hizo (el PSOE tampoco, hay que decirlo). Apenas dejaban hablar a Juan García, y las preguntas eran dardos envenenados. Vergonzoso y patético.
Sobre todo porque estoy cada vez más convencido de que en España tenemos un cacao de derechas disfrazadas de izquierdas que me asusta. En Andalucía votamos visceralmente a izquierdas sin pensar más allá, sin proponernos estudiar cada una de las candidaturas a ver cuál es la que hace la propuesta más conveniente o interesante. Nos encasillamos y cerramos. Apenas respetamos a los del PP, y los tachamos de intransigentes y conservadores… Sin que se nos mueva un pelo.
Porque, al fin y al cabo, los del PP son unos “fachas” que no tienen derecho a expresar su opinión… ¿no?
Pero eso ya es otro tema…

La educación para la muerte.

No nos enseñan a morir. No nos enseñan a despedirnos de los que se mueren. Siempre ha sido un tema tabú, una consecuencia inexorable de ese “carpe diem” vacío y sintético que se nos vende constantemente en esta sociedad capitalista en que vivimos.
La muerte es lo único que llevamos bajo el brazo cuando nacemos. Sabemos que tenemos fecha de caducidad, y sin embargo, nos empeñamos en cerrar los ojos con fuerza, y repetirnos a nosotros mismos que somos inmortales. Se lo decimos a nuestros padres, para que no se preocupen si enferman. Se lo decimos a nuestros hijos, para no tener que explicarles lo que significa “morir”.
Sin embargo, es la muerte lo que dota de sentido la existencia. La conciencia de muerte lleva inherente la conciencia de vida. En el momento en que se entiende la muerte como algo tangible, posible e inesperado, se llena de contenido la vida. Empezamos a preocuparnos por dónde gastamos nuestro tiempo, con quién lo hacemos y de qué forma. Empezamos a hacer las cosas que verdaderamente queremos hacer. Empezamos a tomar consciencia de quiénes somos y de quiénes queremos ser realmente.
La sociedad empuja con fuerza al consumismo voraz. Consumimos ropa, comida, artículos de belleza y cosas para el salón de casa. Compramos compulsivamente medicamentos, y llenamos el botiquín de Paracetamol y de Ibuprofeno, para cuando nos duela el cuerpo. Consumimos relaciones sexuales y relaciones afectivas. Consumimos viajes, sueños y puestos de trabajo. Y sin embargo… ¿Qué queda? Vacío. Todas esas cosas están dirigidas a producirnos placer inmediato, a mitigar un poco ese sentimiento que pellizca la boca del estómago y nos hace preguntarnos cosas. Y nos hace buscar respuestas.
Al negar la muerte, negamos una forma de vida. De vivir la vida llenándola de vida. Como se merece.
Y si nos mentimos y, sobre todo, si mentimos a nuestros hijos, les estamos robando el regalo que supone vivir una vida plena.