LA VERDADERA HISTORIA DEL “PRÍNCIPE DE […]”
Por Israel Barranco Flores
El Príncipe de Cenicienta se crió en Palacio, siguiendo las Estrictas Normas de Palacio. Nunca le gustó montar a caballo, y sin embargo, aprendió a montar antes que a caminar, casi, porque se consideraba que era signo de virilidad.
Nunca le gustó el papel que se le dio en el cuento: aparecía sólo al final. Siempre le pareció injusto aparecer al final del cuento. Igual que el de Blancanieves: sólo aparece para darle el beso y llevársela al castillo. Por cierto, el de Blancanieves también se llamaba Príncipe. Al principio se confundían los dos cuando coincidían en una cacería, pero después empezaron a llamarlos “Príncipe de Cenicienta” y “Príncipe de Blancanieves” para diferenciarlos. Entonces se hartaron de ser “el Príncipe de…”, porque no eran objetos, ni caballos que pertenecieran a nadie. Siempre se sintieron infravalorados, porque sólo se los convocaba cuando tenían que salvar a alguna princesa, nunca por valor propio. Siempre eran ellas las que estaban en el punto de mira: en la boda, todos dijeron que la princesa estaba guapísima, o que “Cenicienta fue muy feliz y comió perdiz”. Pero ¿y ellos qué? Además, sus cuentos siempre empezaban con “Érase una vez, en un país muy lejano… –hasta ahí bien después venía eso de –Vivía una joven” ¡Siempre eran ellas las que empezaban la historia!
El caso es que el Príncipe de Cenicienta se crió tal como se esperaba de él. Aprendió a leer y escribir. Siempre le encantó cantar y tocar el piano. A cantar sí aprendió (aunque le hubiese gustado tener “solos” en las canciones de los cuentos, pero siempre tenía alguna segunda voz, ya que los “solos” los hacía todos Cenicienta). A tocar el piano no aprendió: sus padres, el Rey y la Reina, dijeron que era poco propio para su sexo y no se lo consintieron. En lugar de eso tuvo que aprender a pelear con espada y con los puños (y eso que él siempre fue pacifista), a montar a caballo y a escalar torres.
Cuando cumplió los dieciocho, sus padres y toda la corte de Palacio empezaron a presionarlo para que se buscara una buena novia. Como si él no pudiese ser Rey sin una Reina. Resignado, tuvo que organizar aquella estúpida fiesta en la que buscar pretendientas. Le parecía injusto: él podría enamorarse de una chica por su inteligencia, por cómo bailaba o cantaba, o por lo guapa que era. Sin embargo, estaba seguro al cien por cien de que todas las chicas que iban al baile querían casarse con él por su título de Príncipe. Se sentía utilizado y poco valorado. Así que tuvo que soportar durante horas los cumplidos falsos de las chicas, y bailar con todas ellas, hasta que llegó Cenicienta. Entonces, su vida cambió. No porque se enamorara, ni porque sintiera mariposas en el estómago, sino porque pasó de llamarse “Príncipe” a secas, a llamarse “Príncipe de Cenicienta”. Bailó con ella: era guapa y bailaba bien, pero… no pudo hablar con ella. Ni saber si sabía jugar al ajedrez, o si era divertida o simpática. Sólo se le permitió ver su belleza. Para ello lo habían educado, siguiendo las Estrictas Normas de Palacio.
Después ella se fue corriendo. El Príncipe resopló, enfadado. Le había costado la misma vida acercarse a ella en la fiesta e invitarla a bailar, porque era muy tímido. Y, según las Estrictas Normas de Palacio, los chicos eran siempre los que se acercaban a ligar con las chicas, y nunca al revés (igual que eran los que pagaban el cine o los paseos en carroza, y los que las ayudaban a subir y a bajar del trono, y los que las rescataban del peligro). Y entonces le tocó a él ir a buscarla (naturalmente). Tuvo que apañárselas con el zapato que a ella se le cayó para ir buscándola, probándolo en los pies de todas las jovencitas. Aquello fue lo peor del cuento. Algunas princesas vivían en torres altísimas de más de quinientos escalones, por lo que se cansó muchísimo. Otras tenían la cansina costumbre de cantar y bailar todo el tiempo, por lo que apenas se estaban quietas, y él tenía que ir correteando detrás de ellas, zapato en ristre, para cazar sus piececillos y probarles el zapatito. A otras les olían los pies, o tenían las uñas sucias (porque los “peditos de princesa”, seguían siendo pedos y olían mal, por muy “princesas” que fuesen).
Y al final la encontró. Le probó el zapato y se dio cuenta de que era ella. Él siempre había soñado que se daba cuenta de que alguna chica era su amor verdadero porque aprendían a reírse juntos y de las mismas cosas, porque podía hablar durante horas y no se aburrían, porque le gustaban las mismas cosas que a él, porque tenían perspectivas de futuro parecidas… No por un zapato. El pie de Cenicienta fue lo que le indicó que tenía que casarse con ella, porque así lo decían las Estrictas Normas de Palacio.
Por lo menos lo suyo fue fácil. En las Estrictas Normas de Palacio del Castillo del Príncipe de la Bella Durmiente ponía que el heredero debía luchar contra un dragón y atravesar un bosque de espinos. El pobre Príncipe llevaba toda la vida entrenándose para poder encontrar a su Princesa, cuando a él lo que le gustaba era cocinar y escribir tratados de astronomía por las noches. O el de Blancanieves, que era muy inseguro, y debía despertar a su Princesa del veneno de la manzana con un solo beso de amor verdadero. ¿Y si no daba el beso como se suponía que debía de darlo? ¿Y si no daba la talla?
En fin… así es la verdadera historia del Príncipe de Cenicienta. La historia de un joven, que ni siquiera tiene nombre propio, y al que sólo se le da un papel secundario en su propio cuento.MORALEJA: Tanto los Príncipes como las Princesas son esclavos del sistema (o lo que es lo mismo, de las Estrictas Normas de Palacio). Es tremendamente injusto que se culpe a los Príncipes de las esclavitudes de las Princesas, porque ellos también son esclavos (de otra forma diferente). Porque la igualdad nunca se consigue aumentando la distancia entre ambas partes: así lo que se hace es aumentar la brecha.
Y al final, ninguno de los dos son felices, por muchas perdices que coman…

