Cuando acabé el instituto, y tuve que venir a estudiar a Sevilla, lo pasé francamente mal. Aún no lo sabía, pero sufrí desarraigo. Tuve que abandonar mi vida, mi familia, mis amigos y mi casa para ir a una ciudad desconocida, enorme, en la que apenas conocía a nadie. Tuve que apañármelas para aprender a utilizar el metro, para entender el funcionamiento de las líneas de autobús (en mi pueblo no hay autobuses). Tuve que aprender a manejarme dentro de la Universidad, que me parecía enormemente grande. Tuve que aprender a comer y cenar solo, sin mis hermanas, sin mis padres. Cómo poner una lavadora, cómo cocinar algo que no fuera pasta o salchichas, qué se usa para limpiar el baño y qué para limpiar el microondas… Perdí mis redes sociales, tuve que reeducarme en todo lo que suponía la vida cotidiana en un lugar nuevo, y carecía de gran parte de los elementos de apoyo de los que sí disponía en mi pueblo.
Los primeros meses suponen una odisea. Y me costó mucha fuerza de voluntad y mucho empeño no mandarlo todo a tomar viento y volver a mi vida de antes, en la que me encontraba tan a gusto.
Recuerdo esa situación, lo que sentía. Y si encima me quitara el piso en el que vivía de alquiler, la comida, el dinero y hasta el idioma en que hablan los sevillanos… Creo que me moriría. Y esto es lo que le pasa a gran parte de los inmigrantes. Sinceramente, creo que la gente no es consciente de lo que significa el desarraigo. La soledad, la tensión constante, tener que huir de la policía, el hambre pinchando el estómago a la vez que las ganas de volver. Porque no creo que a ninguno de los que vienen en estas condiciones les encante España, y no deseen volver a su hogar, con su gente.
Es terrible. Y ya si han venido en patera, o escondidos en un camión… La gente dice “en pateras” y sólo ve a los negros bajándose de una barcucha, nada más. Cuando tomas consciencia de lo que implica el viaje en patera… El sol picando durante todo el día en la nuca, deshidratando poco a poco el cuerpo, el espacio tan pequeño que apenas permite moverse. El pánico, si estalla una tormenta o hay oleaje, o de las patrullas marítimas de policía. Los mareos, la preocupación por los bebés. Los muertos, que se van quedando por el camino, y la incertidumbre de pensar si va a ser tú el próximo que muera.
Escucho a la gente hablar de inmigración y se me enciende el estómago. Que si podían trabajar en algo, en vez de vender pañuelos, que si es que no estaban preparados para ejercer sus profesiones en España, que si muy listos tampoco tienen que ser, que si van a lo fácil… ¿Fácil? Creo que la gente no piensa lo que dice, en serio. Creo que a más de uno le vendría bien un par de jornadas de vender cosas absurdas en los semáforos, o de pedir por las aceras. Pedir limosna es pisotear la dignidad de uno. Creo que cualquiera prefiere trabajar y ganar un sueldo medianamente digno que suplicar un par de monedas a personas que lo ignoran al pasar.
Fácil… Fácil debería ser. Deberíamos hacerlo fácil, como se lo hacemos a los alemanes y a los ingleses. Pero como dije una vez, la raza la marca el dinero. Y, desgraciadamente, muchos de los inmigrantes que vienen aquí no lo tienen. Y por eso no los tratamos como a los alemanes.